Visita inesperada la que tuve que hacer este mes de Julio a la patria, a esa región ubicada al norte del hemisferio sur del continente Americano; con sus horrores, su quietud percibida como paz, su violencia impune, su abandono tolerado, la ira contenida de su pueblo que unos llaman reciedumbre para ocultar el miedo, la estulticia probada de sus gobernantes, su valemadrismo, el de los gobernantes; su olor a podrido, los contrastes de su paisaje, “esos diez lugares suyos y cierta gente” por los que yo también daría la vida; su d-efe ilimitado, una ciudad chata, chaparra, chonga, sucia, hacinada, pero salpicada de oasis maravillosos; “la endemoniada Capirucha con sus treinta millones de salvajes” al decir de Eloy Urroz.
Para cubrir el trámite de entrada pasa una hora con quince minutos, recibo un amable “usted disculpe” del joven agente del INM que se entera que he perdido el último autobús a Querétaro. Paso la aduana y sin perder la esperanza le pregunto al primer poli por la terminal de los “camiones”, me señala un letrero y con esa clásica actitud de no esperar para no vernos ignorantes, lo interrumpo con mi comentario de sabihondo: “subiendo las escaleras, ¿verdad?”. El poli detiene su explicación, deja pasar un par de segundos, teatral ladea la cabeza, me mira y me receta su respuesta: “no invente nada joven –de un tiempo acá se agradece más que nunca el adjetivo– estás (el tuteo para bajarte) en un nuevo aeropuerto. ¡Sin subir nada!, es allá, al fondo. Aunque a esta hora…pero hay verá si quiere ver”. Me percato entonces que en efecto estoy en un nuevo aeropuerto, es la T-2 cuya arquitectura se basa en blancos muros y techos cubiertos de orificios simétricos, donde ya se observan manchas por escurrimientos y escarapeladas. Me llama la atención el lunetario construido para los que esperan, tribunas como de teatro al aire libre que miran hacia el ancho pasillo central. Asientos de piedra manchados con la grasa de los chetos, de las papitas, las huellas quevan dejando las pepsis, los pascual boing que consume una nueva raza de bronce, ahora obesa.
Esa noche pernocto en la capital Azteca para salir temprano rumbo al Bajío y acompañar a quien se despide de nosotros, de la familia. La mujer de donde se desprende una prole de 9 hijos, 14 nietos y un bisnieto. Para contar la historia de Carmela, que ya descansa, mejor lo hago en un capítulo aparte.
Vuelvo a la capital un día antes de mi regreso a Barcelona para visitar amigos. Dejo la maleta en la consigna y abordo la camioneta que me lleva a la T-1 por consejo del poli: “la estación del metro de la T-2 no es tan segura porque está más solitaria”. El taxi del aeropuerto a la colonia del Valle cuesta 190 pesos, el boleto del metro solo dos. Cojo la línea amarilla hasta Pantitlán para abordar la 9. Primera impresión: el convoy entra ¡echando leches!, como dicen por acá, no conozco otro metropolitano que arribe a tal velocidad. Segunda, los mármoles de la estación están perfectamente limpios pero lucen como los de cualquier castillo medieval por lo gastado; recuerdo que estoy en el metro de la ciudad más grande del planeta. En la estación Chabacano, mientras espero el trasbordo, leo un sucio letrero amarillo con letras negras que cuelga del balcón de una casa a medio construir, al otro lado de la calle: “Medicina natural. Masajes Terapéuticos. Baño Sauna. Asesoramiento Psicológico”, aquí no se andan por las ramas, pienso. Ya dentro del convoy y para disimular temores (tan mal hablan, mal, de la capital) hago como que leo a Urroz que habla en su novela Fricción de la misma ciudad pero en el año 2025, donde los mexicanos esperan que las cosas cambien. De pronto siento que alguien me toca la pierna, un niño de apenas 5 años me ha dejado en el muslo un diminuto corazón en el que leo: “te extraño”, no dejo de sentir lo que el chantajista enano quiere que sienta y mientras él va de regreso recogiendo corazones, saco una moneda y se la entrego a cambio de su pegatina fosforito. Levanto la cabeza para comprobar las estaciones que me faltan para llegar a la línea azul, junto a la ruta señalada con dibujos –para un pueblo analfabeta, se pensó cuando su construcción en los 60s.– leo el anuncio de la Universidad Mexicana: “Una educación que no se olvida”…otro de un refresco de manzana: “Andar a las carreras es lo nuestro”… Un punketo mexicano enfundado en negra vestimenta, cabellera que seguro sería la invidia de muchos colegas de estas tierras, gafas obscuras, piercings en cejas, orejas y nariz incluidos, urge de mala manera a levantarse de su asiento a un anciano de lentes opacos, bigote cano, sombrero de palma, pantalón de peto de mezclilla y huaraches de llanta, juro que lo llamó papá. Dos bellísimas princesas aztecas, adolescentes, comparten los audífonos de un i-pod, se mueven a un ritmo que nadie escucha, se miran, se sonríen, se abrazan y así se quedan, como una. Leo en la revista que hojea mi vecina que Emy Winehouse ha sido internada de nuevo por drogas. Pienso que debe ser víctima de todo mal, cuando a sus 24 ya gana dos millones de dólares por actuar para la novia de un millonario ruso. Mi compañera de trayecto que desborda los pants de felpa, pelo teñido de güero, tacones transparentes de plástico, cejas depiladas, deja de hojear el magazín en cuya portada se ve la risueña cara del gobernador del Estado de México, Enrique Peña, quien declara: “No ha terminado mi duelo, pero no me veo solo a futuro”, así me entero que el gober ha quedado viudo. Desde aquí nos sumamos a su duelo aunque no entendemos que lo haga objeto de publicidad en revistas de sociales compartiendo créditos con artistas de moda, en fin, nuestros políticos.
Por la noche, en uno de los oasis-paraíso de la megalópolis, el Parque Luis Cabrera en la Colonia Roma, al abrigo de los amigos de hace cuarenta años, frente a una copa de vino, como entonces, escuchamos a Rafa comentar las declaraciones de Antonio Margarito, boxeador llamado a recuperar las glorias del boxeo mexicano, aquellas que arrancan con las épicas del Ratón Macías y las del Toluco López quien, cuenta la leyenda, se iba de parranda la víspera de sus combates: “entrenando cualquiera”, dicen que decía. Margarito ha ganado el campeonato mundial de los pesos welter y declaró ante la televisión lo que es deseo de cualquier mortal: “No quiero ser un campeón emífero”, acuñando así una variante del término para referirse a esta danza entre nacer y morir, a este destello del rayo en el firmamento, a la brevedad que, bien dicen los tibetanos, es la vida.